El lutier que fabrica guitarras de miles de euros del valle más recóndito de La Alpujarra: "Si se acaba el mundo, que me pille en la montaña"

Al pasar la entrada a Soportújar aparece la ermita del Padre Eterno. Un templo dulce y mínimo trasladado varias veces de ubicación (piedra a piedra) hasta este sitio de ahora: la Lomilla del Aire, al pie de la carretera, donde fue instalado por los vecinos en los años 30 del siglo pasado al margen del Arzobispado de Granada. Pertenece a la jurisdicción de Carataunas, uno de los pueblos más chicos de La Alpujarra. Tiene por superficie 4,66 kilómetros cuadrados. A unos metros del templo, en la pista estrecha que culebrea valle abajo, una escultura en homenaje al burro hace de señal de desvío. Hay que enfilar una senda de tierra larga, zigzagueante, casi volada en el monte, hasta alcanzar el fondo del paraje de Las Cañadillas, donde hace 14 años un guitarrero madrileño, Mario Aracama, 50 años, instaló el taller, la casa y la vida.
El calor desaforado de mediados de este agosto de todos los infiernos lo venga a la entrada del cortijo una vegetación poderosa repartida entre la higuera, el naranjo y el granado. Mario Aracama está en el taller, un poco ajeno al mundo vegetal y al otro, concentrado en lo suyo: la guitarra que construye, la guitarra clásica que le ocupa varios meses de trabajo y que acepta como un oficio lento, demorado, casi a contravida, lejos de las urgencias de este tramo del siglo XXI. Mario Aracama preparó a primera hora un gazpacho suave aliñado con limón en vez de vinagre.
Nació en Madrid en 1975. Espigó en el Barrio de La Estrella, cerca del Retiro y del Parque de Roma. En la adolescencia marchó a EEUU para cursar estudios. Regresó a Madrid y una vez desentendido de tantas cosas emprendió un viaje de búsqueda vital a Londres, donde encontró lo que aún no sabía que deseaba. En la Guildhall University estudió los tres años de Tecnología de Instrumentos Musicales. Se graduó con un ensayo titulado Diferencias entre la guitarra clásica y la flamenca. Y así empezó todo. "Tenía 22 años y encontrar aquella universidad y aquel grado fue una revelación. Andaba en busca de aventura, esperando asombros, y descubrí que existía algo que me atraía como nada. El primer año de universidad me estrené construyendo una mandolina de suelo liso y una flauta travesera torneada en madera de arce. El segundo, una guitarra clásica modelo Torres. El tercero, otra clásica al estilo Romanillos y una flamenca siguiendo la técnica de Santos Hernández. Ya no tenía más alternativa que ser lutier. Y eso soy", dice con su habla bien seseada, justa y precisa.
Mario Aracama es un tipo paciente, sereno, callado, observador, cuidadoso, hábil con las manos. En la punta de los dedos acumula una sabiduría de maderas, formones, garlopas. Un tacto delicado para manejar herramientas hirientes. Después de Londres marchó a India. "La música me empujó. La universidad donde estudié está en un barrio hindú y descubrí en los locales de alrededor algunos músicos nativos fascinantes. Quise conocer sus orígenes y allá que fui, saltando de un pueblo a otro por el norte del país. Así unos 10 meses", explica. "Aprendí mucho en aquella expedición y me sirvió para confirmar lo que quería hacer: construir guitarras. Al regresar a España instalé en Hoyo de Manzanares mi primer taller, aunque a los cuatro meses decidí mudarme a Granada en busca de los maestros constructores. De Londres salí por la necesidad de ver más cielo y prometí que lo iba a encontrar. De ahí mi querencia por el sur", dice mientras repasa algunos de los diseños de roseta que tiene preparados para las próximas guitarras, hechos a mano con diligencia de yesero nazarí. "Abrí el taller nuevo en el Realejo, barrio granadino de tradición guitarrera; y de vecino tuve a mi maestro Antonio Marín, cuyos diseños había estudiado en la universidad. Fue quien me acogió al llegar y la persona que me dio la base para seguir después mi propia senda. Hoy tiene 92 años y se jubiló hace poco. Le debo mucho".

El caso es que Aracama, eslabón distinto de una familia de clase media de Madrid, lo apostó todo por un entusiasmo solitario. Construir guitarras es como escribir, componer, pintar, leer: una experiencia sólo posible con plenitud si se ejerce a solas. "Por eso prefiero para vivir casas aisladas. Tengo esa necesidad", explica. El taller es un espacio recogido, ordenado. Los ventanucos dan al hipnótico escenario alpujarreño. Aquí no hay más sonidos que los del monte. Es un retiro formidable. Casi un monacato adornado desde el porche de entrada con una colorida ristra de banderolas tibetanas de oración. Para llegar debes acumular un puñado de indicaciones de bosque adentro. Los detalles importan en la ruta: un poste de luz donde debes girar a la izquierda. Un peñasco con forma de gato que debes dejar atrás. Un bache hondo que indica que estás muy cerca... Nadie se desvía por estas sendas si no es porque sabe a dónde va. Cuando acaba el sendero de tierra bacheada no hay más allá. Hoy es día de riego.
En la guarida de Aracama cuelgan del techo tapas y suelos de guitarras que esperan turno. También mástiles por rematar. En una estantería, más rosetas que aguardan sitio; y sobre uno de los bancos de oficio hay moldes y soleras fabricados por él para dar forma a las piezas que serán domadas hasta hacerse guitarras. Por la estancia se expande un perfume de maderas bien secadas: palosanto de Madagascar, ébano, cedro y pino abeto para las clásicas. Las láminas de ciprés que asoman al otro lado son para las flamencas. Y en la antesala organizan el espacio la regruesadora y labradora de cuchillas, la sierra de disco, la sierra de cinta, el taladro de columna y pequeñas lijadoras.
"Invierto unas 250 horas en cada instrumento, pero nunca con prisa. La meta es que cada una sea excelente"
Mario Aracama tiene algo de taoísta en paz con el mundo en medio de su laberinto de leñas. Al fondo cuelgan dos de sus últimas guitarras barnizadas con delicadeza, distintivo de este artesano. Las piezas dejan ver las señas de identidad de este lutier oculto en un fondo de La Alpujarra. Instrumentos exclusivos. De gran belleza. Dispuestos para el sonido mejor. Algunas de sus creaciones suenan por Europa, EEUU, Malasia, Japón... "Construyo de una manera absolutamente artesanal. Y estoy en este lugar que además pide calma. Invierto unas 250 horas en cada instrumento, pero nunca con prisa. La meta es que cada una sea excelente. Siempre trabajo cuando quiero hacerlo, por eso produzco las guitarras justas. Trabajo unos seis u ocho meses y dejo los otros para viajar, para oxigenarme, para cargarme de más aventura".
- ¿Cuántas guitarras ha hecho en estos 23 años de oficio?- No las he contado, quizá un centenar. O algo menos o alguna más. Qué importa eso. Las clásicas son las que más trabajo. Las flamencas sólo por encargo. Las flamencas son guitarras de menos grosor, se construyen quitando volumen a la madera para que el sonido sea más directo, más seco, de mejor ataque.
- No parecen muchas.- Tengo la premisa de hacer cada cosa a su tiempo, cada cosa a su amor. Por eso hay algo exclusivo en mis piezas. No sé vivir con urgencia. Escojo el diseño con el mismo cuidado que selecciono las maderas. El tiempo debe jugar a favor del instrumento. Una buena guitarra sólo es posible armarla desde una buena madera.
- ¿Cómo suenan las suyas?- Sigo la senda del maestro Antonio de Torres, de Almería, el Stradivarius de la guitarra española. Busco un sonido aterciopelado, bonito, dúctil. Que tenga plasticidad y riqueza de matices.



Sus criaturas despliegan peculiaridades intrasferibles, como el doble aro: un milímetro de ciprés y dos de palosanto. El doble aro suma volumen a la caja, más proyección, más presencia y un sonido balanceado entre voces. En el oficio de Aracama la precisión es la ley. Él trabaja sin descuido. Concentrado en ese milímetro de más o de menos que puede desbaratar una pieza. En Granada hay medio centenar de guitarreros. Él escogió el lugar más escondido y profundo para hacer lo suyo. "Si se acaba el mundo, que me pille en la montaña. Son tantos años aquí que ya no sé vivir en las ciudades, ni siquiera en los pueblos. Este sitio se me presentó en la vida por azar, como ocurren las mejores cosas", dice. "Un día de hace 14 años fui a comer a casa de unos amigos, muy cerca de donde estamos ahora, me hablaron de este lugar, me acerqué a verlo y en ese rato decidí que sería mi casa. Pregunté a las inquilinas si me alquilaban el espacio donde está el taller y me aceptaron. Ocupaban la casa dos mujeres, con el tiempo una de ellas se ha quedado y yo también. Compartimos las dos hectáreas del cortijo. Instalarme aquí fue arrojarme al vacío, pero salió bien. Nunca pienso en el futuro".
No pensar en el futuro es una liberación, casi una exigencia karmática. Aracama no fuma ni bebe. Ya no. Pasea por el monte. Trabaja en las guitarras. Contempla el valle. Pasa los días sintiendo pasar los días. Se mueve en la vieja furgoneta blanca que tiene aparcada ahí afuera. En el taller sólo quedan dos guitarras terminadas. "Estoy trabajando en otra. Ya te he explicado que aquí el tiempo es mío y tengo claro el plan. No por tener más éxito voy a producir más. Cuando se vende una guitarra y es la última hay que esperar a la siguiente. Y a esa espera nunca le pongo fecha".
Hasta este hondón del Valle de las Cañadillas se acercaron hace un año tres japoneses. Encontraron el taller preguntando a quien les salía al paso. Venían a buscar una guitarra clásica de Aracama. Preferían anticiparse y no esperar a las piezas que a veces exhibe en alguna feria profesional. Llegaron, dieron cuenta de su pasión, de su peripecia hasta encontrarlo y de sus intenciones. Tocaron cuanto hizo falta y varias horas después marcharon con la mercancía destino a Japón. El apetito por una de estas guitarras convoca por la zona a gentes de muy distinto pelaje.
Mario Aracama es un lutier apasionado a su manera, aunque también podría no ser lutier. Le basta con ser él mismo y no tener ni dios ni amo. Su conquista es llevar por timón recto la conciencia de que no hay horizonte ni frontera. Lo suyo tampoco se mueve por superchería, ni hay trazas de religión, ni misticismo industrial, ni otra fe que la de estar en el mundo a su manera. Bajo el naranjo da cuerda a una guitarra de finísima factura, armada con siete varetas simétricas con bajopuente y el tiro de 650 milímetros. Extrae del pozo de la caja un sonido de primerísima calidad. El sonido sube limpio por el aire sublime. Mario Aracama desconoce si algún día dejará La Alpujarra o se instalará en algún lugar más visible, de mejor acceso. Pensar algo así es caer en la trampa de anticipar las cosas. El único triunfo es rematar el próximo instrumento y vivir un poco ajeno y un poco al margen y un poco lento alrededor de un centro vibrante de guitarras sabias, impecables. Desde el fondo del valle.
elmundo